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Por: Gabriela López y Ricardo Barbosa

 

Durante mi infancia fui la niña más remilgosa cuando de comida se trataba, en realidad, hacerme comer resultaba una labor titánica. Nada me gustaba. Mi madre solía decirme: “no digas que no te gusta antes de probarlo”, pero me atemorizaba lo distinto. Ahora la entiendo, mientras muchos admiran famosas pinturas y piezas musicales, para mí no existe arte más sublime que el culinario; no hay momento que disfrute más que el de permitirle a mis sentidos el excelso placer de degustar una pieza maestra servida en un plato. Nada como ofrecerle a las papilas gustativas la actividad lúdica de la degustación y a nuestra mente la posibilidad de viajar tan sólo con un bocado. Para mí un chef no es simplemente aquel que prepara el alimento, es más, mucho más: es un comerciante del placer. Quién diría que mi vida iba a dar tan brusco giro y, después de ser una infante inapetente, me iba a convertir en una fanática de la gastronomía.

 

Así que, como periodista, vivo en la constante búsqueda de historias; como amante de la comida, me dedico a lo mismo, solo que esta vez es el cocinero quien me habla de su vida, sus pasiones, sus relatos, es él quien pinta una imagen hecha de sabores que se traducen en un intenso cosquilleo en el paladar. Hoy en día no tengo miedo, intentar cosas distintas ya es costumbre y, hasta ahora, lo peor que ha pasado ha sido que el plato simplemente no me guste.

 

En esta travesía alimenticia me propusieron visitar ConoSur, un restaurante bogotano, inaugurado en 2008 y que ofrece una amplia variedad de platos en un formato peculiar: un cono. El concepto está inspirado en las temakerías brasileñas, nada del otro mundo, temakis preparados con las típicas algas nori y rellenos con mariscos e ingredientes propios del sushi. Sin embargo, donde realmente radica la peculiaridad de esta propuesta gastronómica es en la adaptación que han logrado hacer de un concepto oriental a los sabores criollos suramericanos. ConoSur propone platos en los que las algas nori son reemplazadas con delgados patacones de plátano verde enrollados originalmente en forma de cono y rellenos de productos típicos como el tradicional calentao, el chorizo, el plátano maduro, la carne en ropa vieja, entre otros.

 

Esta vez decidimos visitar el punto que queda ubicado en la zona G, plena en materia de restaurantes y algo anacrónica para la realidad de la ciudad, por su exclusividad, a veces ciertas oportunidades exquisitas sólo apuntan a bolsillos privilegiados. Aquel lugar simplemente me pareció una burbuja en la que se teje un mundo, tal vez irreal comparado con lo común de esta enorme metrópoli. Sus visitantes son, en general empresarios, ejecutivos, personajes con posibilidades económicas superiores a las de la población media. Este ambiente también transforma la forma de vivir la comida.

 

La carta es amplia, de manera que a mi acompañante y a mí nos costó un poco decidir lo que íbamos a probar. Aprecio una buena guía cuando me encuentro ante tan importante decisión, prestar atención a las recomendaciones, generalmente, resulta en una vivencia gastronómica exitosa. Sin embargo, debo expresar mi inconformidad con aquellos encargados de completar la experiencia culinaria, los meseros; al parecer no contaban con la paciencia suficiente para explicarnos la carta y las dinámicas que se desenvuelven alrededor de los platos más interesantes. Logramos sobreponernos al impase y finalmente optamos por probar como entrante una sopa mexicana. Su ejecución fue sencillamente sublime. No hubo quejas ni reparos; los tomates, el queso, los totopos de maíz, el cilantro; todo aportaba un toque especial, cada sabor era protagonista. El entrante nos dejó con ganas de más; un excelente síntoma.

 

Así que continuamos con un Temaki Philadelfia: cono de alga nori, relleno con salmón, queso crema, aguacate, ajonjolí y, por supuesto, base de arroz. Fue una buena elección, pero no voy a mentir, los sabores no trascendieron los límites de lo esperado; sin embargo, no nos desanimamos. Continuamos experimentando y fue el turno del Tartar de Atún: cono de plátano verde relleno con atún, cilantro, cebolla y limón; espero no haber olvidado otros ingredientes. El sabor logró que mi cuerpo se dividiera en dos, una mitad permaneció en tierras colombianas con ese delgado y crujiente patacón, mientras la otra mitad voló hacia tierras peruanas para degustar sus mejores ceviches. Simplemente delicioso, eso sí, como buena comida peruana, algo picante. Finalmente, el temaki de anguila: anguila en tempura, aguacate y salsa teriyaki; esta fue mi primera experiencia comiendo este animal marino, solo puedo describirla como maravillosa. Los sabores estaban perfectamente amalgamados, con cada bocado podía escuchar una banda sonora acompañando tan sublime momento. Por fin fui atacada por un hormigueo incontrolable que invadió cada papila y trascendió al resto de mis sentidos. Definitivamente, el plato ganador.

 

Nuestra vivencia culinaria llegaba a su fin, pensamos en la opción para el postre, sin embargo, lo dudé, lo mejor de un plato fabuloso es que no quieres que los residuos de los sabores abandonen tu boca. Pero estábamos ahí para probar, en el hogar de los conos debíamos saborear todas las alternativas, así que sin mayor análisis pedimos un cono de arroz crispie con helado de oreo y milo. A pesar de lo innovador del cono preparado de esta peculiar manera, el helado no fue de mi predilección, el sabor era demasiado común para mi gusto.

 

En cuanto al ambiente del restaurante, es un recinto pequeño con una decoración sencilla en la que predominan los colores naranja, verde y beige. La música ambienta el viaje del comensal a los distintos países a los que cada sabor le permite trasportarse. Una idea original y maravillosa, fue de todo mi disfrute.

 

Al terminar el postre, solicitamos la cuenta. Los precios nos parecieron un poco elevados para el tamaño de las porciones, sin embargo, incluyen una idea innovadora y rica en sabores propios de múltiples culturas. 73.000 pesos costó esta vez comerse el mundo con la mano y en un cono.

 

 

 

 

 


 

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Crónica

El mundo en un cono

 


 
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